Solté un gruñido de fastidio al ver a Groucho, que se me
acercaba con la correa en la boca. Alcé las cejas. ¿En serio? Él movió el rabo lentamente. A uno y otro lado, como
tanteándome, un gesto muy típico suyo que siempre me hace gracia.
Le enganché la correa y salimos a la lluvia. No es que no me
guste la lluvia. Me encanta, pero desde dentro de mi casa. Si me apuras, hasta
a veces me llega a gustar que me moje el pelo. Un poquito.
Maldecí un charco que se había cruzado en nuestro camino y
que Groucho abarcó con demasiado entusiasmo y torpeza, dejándome empapada.
Tener un perro inmenso tiene sus contras, qué le vamos a hacer. Le limpié el
barro de la cara, y él me miró con la alegría propia que siempre caracterizaba
sus grandes ojos castaños. Sin previo aviso, pegó un tirón a la correa, y ahí fui
yo, volando tras él, durante medio metro, con la parte de arriba de mi pijama de
ovejitas somnolientas debajo de la chaqueta, mis zapatillas con agujeros y mi
dignidad, hasta que caí derrapando en el charco lodoso.
Debería haberlo imaginado. Mi estúpido perro, pensando que
me había tirado a propósito en la podredumbre, se lanzó sobre mí, dispuesto a
jugar. Creo que no es consciente de que pesa unos sesenta kilos y que,
estirado, es más largo que yo. Lo aparté como pude, ensuciándome y mojándome
aún más, si cabe. Si alguien nos estuviera mirando en este momento, pensaría
que éramos vagabundos. Seguro.
Intenté incorporarme, y entonces lo vi. Había un paraguas
negro en medio de la calle. Obviamente con una persona debajo. Una persona
debajo, que, por si fuera poco, se estaba riendo. A carcajadas.
Me levanté con el poco orgullo que me quedaba y le lancé a
Groucho una mirada asesina, que él correspondió con un ladrido de contento, y
un intento de subirse encima de mí, poniendo sus sucias patas en mi abrigo,
para lamerme la cara.
Recordé que hacía
unos minutos estaba en casa, tan calentita, y me puse de peor humor. Lo único
bueno es que ya no podía parecer más indigente. De reojo, vi que el paraguas se
acercaba peligrosamente a nosotros, así que le di un tirón al perro para que
dejara de hacer el moñas y me siguiera de una vez, intentando poner la máxima
distancia posible entre nosotros y nuestro espectador carcajeante.
Obviamente, sin
éxito. Groucho decidió que justo en aquel sitio, al lado de aquel charco
inmundo dónde previamente nos habíamos rebozado, y a tan sólo unos pasos de un
individuo que parecía querer entablar conversación, había algo digno de
olfatear. Ni toda mi fuerza, ni todo mi mal genio son capaces de convencer a mi
mascota cuando se trata de algo que huela mínimamente apestoso.
Miré hacia otro lado, intentando enviar a quien se nos
acercaba la señal de indiferencia y desinterés, pero no funcionó.
- Hola.
Entonces, si no recuerdo mal, creo que salió el sol.